Sinopsis
Supongamos que llevas años trabajando en la televisión, presentando un  programa en 'prime time'. Lo tienes todo: fama, dinero,               reconocimiento profesional, una rica vida social... Pero sientes que   algo hace 'crack'. Y lo dejas todo. Pero lo dejas de verdad. Porque    sabes que arrastras una herida profunda y muy antigua que ni la fama   ni el dinero ni los reconocimientos han podido sanar. Y es hora de     ocuparse de esa herida.
                                          Ésta es la historia de Beatriz Montañez. Ella decidió irse a vivir a   una cabaña de piedra, antigua casucha labriega, que llevaba ya varias  décadas abandonada. No había electricidad, ni agua caliente, ni ningún  ser humano a menos de veinticinco kilómetros a la redonda. Era        perfecta, pues era el momento de apostar fuerte, de vérselas a solas   con esa mujer hueca o vaciada. ¿Un confinamiento extremo? ¿Un          experimento? ¿Un arrebato? Ni mucho menos. Beatriz Montañez lleva      viviendo en su modestísimo refugio más de cinco años... Simplemente    dedicada a escribir.
                                             La historia que nos cuenta en 'Niadela' es, en última instancia, la de  una desposesión: el abandono de sí misma para poder encontrarse con   aquella que una es en realidad. Pero ¿cómo realizar este viaje         inmóvil? Como se ha hecho desde hace milenios: deteniendo tu           movimiento, separándote del grupo o de la tribu, aguzando la vista y   el oído para entender aquello que la naturaleza quiera contarte. Así,  'Niadela' se convierte en un excepcional ejercicio de atención, de     observación, de escucha; en otras palabras, de pura 'nature writing',  en el que con paciencia, con precisión y con un hálito poético         extraordinario, la autora nos da cuenta del constante devenir, tan     efímero como maravilloso, de la vida que brota a su alrededor.
   
                                                                 La escritura de Beatriz Montañez parece guiada tanto por su curiosidad  científica (de la que el lector se nutre) como por una intuición más  elevada, según la cual la naturaleza se hace y se deshace entre las    palabras, y por momentos lo animal se funde con lo vegetal, o lo       mineral con lo atmosférico, o la narradora con aquello que percibe, y  de manera desconcertantemente natural el texto nos habla así de un     todo, ese que sólo el lenguaje poético desvela, ese cuyo asentamiento  en nuestra conciencia permite la progresiva sanación de las heridas    que arrastra la memoria.
                                         De este modo, el relato de su amistad con un zorro se entrevera con el  recuerdo del padre, de su ausencia, de su muerte y de algo incluso    peor y más doloroso; la historia de ese día en que se rebana el dedo   con la motosierra (y recoge el fragmento desprendido, lo guarda y      conduce una treintena de kilómetros para que se lo vuelvan a unir en   un ambulatorio) engarza con la alegría profunda de comprobar que el    jabato huérfano ha sobrevivido, o con la tristeza al confirmar el      lógico alejamiento y la separación final de su pareja, o con el miedo  de verse amenazada por un cazador, o con la inseguridad de sentirse    olvidada por todos aquellos que antes eran parte de su vida más        cotidiana, o con la felicidad de sentirse parte de una nueva familia   salvaje cuyo destino, ahora, comparte. Surge entonces la posibilidad   de volver a formular un nosotros (que va más allá de lo humano) que de  repente cobra una importancia mucho mayor que la de ese yo que llegó  maltrecho y que se cura, precisamente, mediante la aceptación de su    propia insignificancia y la fascinación por la belleza salvaje que le  rodea.